Etimológicamente, divorcio (de latín “divortium”) hace alusión a la acción y efecto de divorciar o divorciarse; ya sea en el sentido de disolver un matrimonio por vía legal o separar y/o apartar personas o cosas que estaban juntas.
En el tema que nos ocupa, es de especial interés el divorcio entendido como desvinculación emocional, en la que la ruptura implica cortar el “cordón umbilical” afectivo de la pareja. En este sentido, cuando tiene lugar un divorcio en un sistema familiar, se producen sentimientos que resultan difíciles de manejar para todos sus miembros, los cuales deben adaptarse a la nueva situación.
Dicho proceso puede afectar de manera muy especial a los hijos presentes en la familia, dado que los más pequeños no alcanzan a comprender los cambios que se están produciendo. La ruptura es vivenciada con frecuencia en los menores la existencia de sentimientos de inseguridad, pérdida, tristeza y ansiedad. Pueden llegar a sentirse menos protegidos, cuidados y consolados.
Otra de las consecuencias que pueden padecer los menores están relacionados con el conflicto de lealtades, por el cual se encuentran instrumentalizados entre ambos progenitores, sintiendo la contradicción de que si no tomar partido por uno de ellos se sienten aislados y desleales, y si lo toman están traicionando al otro.
En el divorcio se producen sentimientos que resultan difíciles de manejar para todos sus miembros, los cuales deben adaptarse a la nueva situación.
Con ello, no quiere transmitirse un mensaje desalentador, puesto que existen posibilidades de un divorcio sano. De hecho, según los resultados de algunas investigaciones arrojan, los problemas de un niño de padres divorciados no se diferencian del que tiene a sus progenitores casados, siempre que los padres se hayan adaptado positivamente a su situación.
Así, el divorcio supondría un problema cuando se asocia a otros factores de riesgo, como el conflicto interparental, una coparentalidad inadecuada, cambios en las rutinas diarias del niño o problemas psicológicos de los padres; mientras que una saludable adaptación de los propios progenitores al divorcio permitiría que sus hijos no desarrollaran dificultades emocionales, comportamentales, etc.
A largo plazo, experimentar un proceso de divorcio no manejado adecuadamente y que perdure en el tiempo puede afectar en la construcción de sus futuras relaciones, pudiendo existir la urgencia y preocupación por establecer relaciones perdurables, con la consecuente frustración cuando no lo consigan.
La familia debe mantenerse lo suficientemente ligada como para que los hijos no pierdan el sentimiento de pertenencia, y a la vez, ser lo suficientemente flexible como para acomodarse a los cambios. También es fundamental que las fronteras del subsistema parental se conserven y que los padres sostengan su jerarquía para poder continuar cumpliendo funciones nutricias y normativas para que sus hijos puedan seguir percibiendo la complicidad y el compromiso incondicional de sus progenitores hacia ellos.
Otras entradas
¿Seguimos en contacto en las redes sociales?